
A los catorce años, Juan ve ir muriendo a su abuela –o acaso la asesina para heredar su lengua desencajada por el Alzheimer, esa lengua de ceniza y de trueno que lo contacta con el gran mundo de la noche, de los muertos, de la realidad. La abuela Rubí echa azúcar en vez de sal a los fideos, pero «es una médium, un vate resonando, un dealer literario».
La relación con su nieto dista de ser hermosa, tierna o edificante. Pero a pesar de que la abuela se siente a veces como enredadera enemiga o como boa constrictora, gradualmente va apareciendo con ternura «la niña de Olavarría que un día se escapó de la siesta para ir a buscar a su papá». Hay glosas para la odisea de la pérdida: «De la abuela partió un barco, llevándola». «Todo a su alrededor me resultaba naufragio». Calveyra y Gelman se suman al coro.
«Una abuela es la llave que abre la caja acorazada de la infancia» y «la poesía es la infancia continuada por otros medios», concluye Juan (junto a Negroni), que se ve poco a poco confundido con otros seres que fueron pasiones de la abuela. Pero del magma incoherente del habla de la abuela brota la corriente que irá acrecentando la de su propia escritura delirante. Tan es así que finalmente la nostalgia dictará el último reclamo: «Una palabra tuya bastaría para sanarme».
Y esta primera incursión en la literatura basta ciertamente para confirmar el talento de un joven poeta que sabe narrar ese «encuentro –feliz y aterrador– en el jardín de la palabra».
Texto de Ivonne Bordelois
Juan Papasidero empezó escribiendo panfletos políticos para cambiar el mundo, después meditaciones metafísicas como si el existencialismo no hubiese pasado de moda. Un día la poesía lo raptó, y pasó años conteniendo la respiración a la sombra del verso. Ahora intenta escribir novelas, pero le crecen versos por todos lados